domingo, 5 de julio de 2009

Pasado: Silencio de Invierno


Comenzó una danza macabra de Hojas que caían sin parecer tener fin.
El rojo sangre, se mezclaba con el dorado, el marrón, el cobre y así, se encendían fuegos ficticios de miles de Hojas cayendo en tantas y tan imposibles tonalidades de naranja, que los ojos no sabían si maravillarse u odiar aquel viento que llevaba y traía a las pequeñas bailarinas.
La Madre lloraba sin saber por qué, sus lágrimas parecían una fina llovizna inesperada, de esas que repiquetean contra una ventana triste, mientras dos criaturas se enredan desnudas en el calor de un sillón, la cama o el piso.
O eso vio en su mente el joven Otoño, de mirada gris y triste, cabello ocre, sonrisa lejana (y sonrió al verse a sí mismo tan lejano y tan antiguo en el tiempo).
Desde lejos, Invierno y los suyos observaban el espectáculo.
No recordaba, él, Viejo y Joven a la vez, aquella sensación de vacío en el pecho desde hace mucho tiempo, que de pronto comenzó a llenarse con palabras, con aquella llovizna, con calor de cuerpos circundantes (que se enredan), con Hojas, viento, tristeza y nobleza.
Invierno nada decía ante el espectáculo, mientras los suyos reían ante "aquel desgraciado nacimiento" ¿vaticinio del fin? ¿tan pronto? No será, el principio y el fin somos nosotros. Decían los que eran niños morados y azules, viejos de nieve, reinas de hielo, princesas seductoras y lejanas (todos convertidos en mito, más adelante).
El Hijo primero del frío simplemente nos miró desde lejos, pensativo, cada vez más dentro de sus pensamientos.
Era sabio, precavido, lento en su andar, apoyado en su bastón: no iba a sacar juicios apresurados sobre el fin o el principio (o renacimiento, o reencarnación, pensó, como palabras que no existían).
Niño de rasgos viejos, viejo de rasgos de niño.
Pequeño y grande, terrorífico, altivo, hermoso…
La Madre con sus manos de guardiana, que se desarmaban y volvían a armar en delicadas tiras de seda, dulces como azúcar negra, había sostenido aquel cúmulo de energía y vida que crecía en sus manos.
El frío aliento del Invierno se había roto en miles de pedazos para crear burbujas de aire y cristal que explotaban en una lluvia de energía cósmica, que volvían en sí, a aquella vida que se creaba en las manos de La Madre.
Él, mejor que nadie, sabía que esto no era muerte.
Pero callaba pensativo ante el nacimiento de sangre que veía delante suyo. Sangre era vida, toda vida nacía con sangre. Él lo sabía, había estado allí.
Primero el frío, luego el abrigo de La Madre, las manos de aquel ser tan débil en apariencia, tan terrible en realidad.
Luego Los Hermanos, ahora el menor que todo venía a cambiarlo.
No, no lloraría, pero las lágrimas de La Madre serían barridas luego por aquel Invierno que miraba pensativamente.
Estalactitas colgaban de las pestañas de La Madre, en la mente de Invierno.
E Invierno se levantó y comprendió.
Comprendió el comienzo del círculo, el nacimiento de este nuevo Hermano y del que estaba por venir...
Sonrió aún entre la nube de pensamientos que alejaba con paciencia. Sonrió al joven Otoño y Otoño, bailando ya con los pies en la Tierra, sonrió al Viejo-Joven.
Invierno señaló a Otoño hacia atrás de un árbol.
Allí caía la última Hoja, iluminada en su color plata de álamo viejo por la última luz del Sol y la primera de la Hermana Luna.

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