En un papel arrugado, encima de mi escritorio, se lee:
Estaba cansado de ver la liviandad con que otros se tomaban la vida. El desinterés. El abandono… la decepción que algunos seres le causaban al observar como vivían su propia vida.
Había vivido poco en cada una de sus vidas, pero las había vivido intensamente y siempre había sabido un secreto crucial en la humanidad: “aprehender y recordarlo siempre”.
Y lo había hecho, en cada vida había aprehendido lo que los demás y la tierra tenían para darle y había tratado de recordarlo en cada renacimiento.
No siempre era muy buena la memoria, pero a medida que miraba a los otros, comprendía y recordaba, e incluso sentía mucho tedio de que sus mismos errores, los mismos errores de la humanidad, de los padres, de los dioses y la historia fueran repetidos hasta el hartazgo por todos y cada uno de los que lo rodeaban.
Lisandro fumó su primer y último cigarrillo y vino a su mente su propia visión, de sus propios pulmones podridos en otro cuerpo, en otro espacio, en otra historia. De la muerte prematura que se acercaba al escritor alcoholizado, drogado, enfermo, veía el cabezazo contra el espejo en el cual estaba observando su propia ruina, su propio tedio, sus propios errores.
Lisandro se sentó en el filo de la ventana del piso en el que vivía su padre.
El décimo.
Cansado de ver y oír…
No sufría por si… pocas cosas de las que hiciera bien o mal lo atormentaban. Al contrario, adoraba equivocarse, meter la pata, sufrir, llorar… todo eso venía seguido de risas, encuentros, amores, abrazos, pruebas de vida, de fidelidad, de confianza… Bellas cosas que ya había experimentado, pero que en cada nuevo suceso era tan diferente, tan intenso.
Cada relación era tan nueva, por más de que las vidas pasadas las hubiesen desgastado… por más de que el otro no lo recordara, Lisandro se veía a sí mismo y al otro en lugares impensados.
No, la verdad ya no sufría por sí mismo…
No quería hacerlo y ya no sabía como…
Sufría por los demás. Los demás y esos errores de los que era (parecía) imposible rescatarlos, lo agobiaban, hacían saltar las lágrimas de sus ojos, le daban ganas de arrancarse a tiras la piel para demostrarles a los otros que había algo peor que todo aquello: el egoísmo de la locura, de la enfermedad o del suicidio.
Miró atrás y vio a su padre en el suelo.
Roncaba potentemente, con varias botellas de vodka y wisky a su alrededor.
El piso estaba bañado en alcohol casi puro y sangre que se mezclaba de algún golpe que el hombre, borracho, se había dado contra algun mueble.
Lisandro volvió a dar una pitada al cigarrillo y meció sus pies en el vacío.
La caída de aquel hombre, en los últimos años, había sido más grande que el vacío que había debajo de Lisandro.
Allí, en el suelo, hediendo a alcohol, a tabaco, a vómito y mierda, estaba el hombre que había amado… y siendo hombre no tenía vergüenza de decirlo: su padre en algún momento había sido su ejemplo, su héroe, su gran pasión.
Era quien le había enseñado mucho... todo lo que sabía en esta nueva vida.
Le había enseñado los caminos a tomar y le había señalado el mejor, sin descartar que siempre habría otros caminos llenos de errores que se abrían a los costados… pero que podía volver al correcto con lo aprehendido en los malos, sin arrepentirse de lo hecho.
Le había prometido que nunca se quedaría solo por más errores que cometiera.
Le había hablado del valor, de la confianza, de la amistad, de la fuerza, de la pasión por el trabajo, por lo que uno hacía o quería hacer.
Le había enseñado a no desistir…
A seguir creciendo.
A aprender.
A tomar la vida como el viaje más bello.
A vivir intensamente hasta las cosas más pequeñas.
A valorar su vida y la de los otros…
A valorar los errores, las malas experiencias y a sobrepasar las debilidades.
Y el vacío, realmente, al que había caído aquel hombre tirado en el suelo, era más grande que el que se abría a los pies de Lisandro.
Lisandro no tenía una vida mala.
Era feliz.
Reía seguido.
Amaba a alguien.
Trabajaba bien (no de lo que quería, pero era joven, solo tenía 23 años, ya pronto arrancaría su verdadera vocación).
Le gustaba “estudiar” (nunca estudiaba, solo aplicaba las herramientas que le daban, pero no tocaba un libro hasta el último momento).
Tenía poquísimas cosas materiales a las que atarse.
Y sabía lo que quería, lo que amaba, lo que le apasionaba…
Había aprendido todo de aquel hombre destrozado en el alma, que yacía en el piso…
A Lisandro, aquel hombre, le dolía.
Le dolía los dolores de los demás.
No lo dejaba ser completamente feliz lo que lo rodeaba (el mundo, la realidad, la gente, esos dolores y caídas que no terminaban, el no poder ayudarlos a dejar de caer).
No podía volver a observar al hombre detrás suyo.
Lisandro miró una vez más el abismo debajo de él.
Simplemente desapareció, como había prometido que haría alguna vez.
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